En muchas ocasiones, abrimos la alacena o la heladera sin preguntarnos si realmente tenemos hambre. Comemos cuando estamos estresados, cuando estamos tristes, aburridos o simplemente para llenar un vacío que no tiene que ver con el estómago. ¿Te ha pasado? No estás solo. Esta conducta es más común de lo que pensamos y tiene nombre: hambre emocional.

La diferencia entre el hambre real y la emocional radica, básicamente, en el origen del impulso. El hambre física responde a señales biológicas: descienden los niveles de glucosa, el cuerpo necesita energía y activa hormonas que provocan apetito. Sucede progresivamente, puede esperar y se calma con cualquier tipo de comida nutritiva. En cambio, el hambre emocional irrumpe de golpe, busca satisfacción inmediata y suele pedir algo específico (como algo dulce o salado), aunque hayamos comido hace poco.
La alimentación, desde la infancia, se vincula con emociones: se nos premia con golosinas, se nos consuela con comida, se celebra comiendo. Con el tiempo, aprendemos a asociar ese acto con la contención emocional. Por eso, muchas veces comemos no para nutrirnos, sino para calmar sentimientos que ni siquiera logramos identificar.
¿Cómo darte cuenta si estás comiendo por emociones? Algunas señales clave son: comer sin tener apetito real, hacerlo de manera impulsiva, sentir culpa o malestar después, o no poder parar aunque estés lleno. Estos patrones, repetidos en el tiempo, pueden derivar en un vínculo poco saludable con los alimentos y afectar no solo tu cuerpo, sino también tu bienestar mental.
Detectar a tiempo esta dinámica es fundamental. Existen herramientas útiles como la educación alimentaria desde temprana edad, el desarrollo de la autorregulación, y la incorporación de hábitos conscientes: evitar pantallas al comer, respetar los horarios de las comidas, y aprender a diferenciar entre una necesidad física y un impulso emocional.
Además, técnicas como el mindfulness, la meditación o el yoga pueden ayudarte a reconectar con tu cuerpo y a reconocer tus señales internas. A veces, lo que parece hambre es en realidad necesidad de afecto, de descanso, de contención. Identificarlo es el primer paso para construir una relación más sana con la comida y con vos mismo.
No se trata solo de fuerza de voluntad ni de seguir una dieta estricta. Se trata de aprender a escucharte, con compasión y sin juzgarte. Si sentís que estás atrapado en este ciclo, buscar ayuda profesional de un nutricionista o un terapeuta puede hacer una gran diferencia. Porque comer debería ser un acto de cuidado, no una forma de castigo ni evasión.
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